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- 23/4/12
Un refrán popular reza: "En política no hay muertos". En este sentido, la historia está sembrada de líderes que, tras duras derrotas, lograron reinventarse y alzarse eventualmente con la tan anhelada victoria electoral.
De Richard Nixon y Ronald Reagan a Lula da Silva y Salvador Allende, pasando por Tabaré Vázquez o el propio Mauricio Macri, varios presidentes del continente alcanzaron la primera magistratura después de haber conocido el amargo sabor de la derrota y, en varios casos, construyeron legados perdurables. "Los muertos que vos matáis gozan de buena salud", como inmortalizara un viejo escritor español.
Esta máxima es entonces una promesa o una suerte de consuelo para aquellos políticos que, huyendo de su humana finitud, empeñan sus esfuerzos en construir un legado que los haga vivir por siempre. Anhelo de inmortalidad que siguen inspirando emblemáticas figuras de la política latinoamericana como Juan Domingo Perón en Argentina, Lázaro Cárdenas en México o Getúlio Vargas en Brasil, liderazgos que aún sirven para ordenar el mundo simbólico de la política local nutriendo identidades políticas presentes en la liza electoral desde hace décadas.
Sin embargo, la historia también da cuenta de liderazgos que quedaron sepultados bajo la pesada lápida de la historia, lo que vale tanto para aquellas estrellas fugaces que irrumpieron con fuerza en el firmamento para extinguirse tras apenas un mandato, como para no pocos líderes megalómanos que, pese a creerse inmortales, se derrumbaron como elefantes con pies de barro.
En este marco, la campaña presidencial de este año puede ser también analizada desde este prisma como una contienda entre dos identidades políticas que pugnan por sobrevivir. Así las cosas, el proceso electoral en ciernes podría significar el final del camino para alguna de las dos expresiones políticas que nacieron a la sombra de la debacle del 2001 y que gobernaron consecutivamente el país desde el 2003.
Campañas épicas para electores desinteresados
Toda campaña electoral busca activar ciertos elementos para apelar a la épica. Lograr que los votantes perciban la trascendencia que representa un determinado momento de la historia puede estimular el comportamiento electoral, repercutiendo de forma efectiva en el resultado de los comicios.
En algunos casos dicha efectividad consiste en lograr una mayor concurrencia a las urnas, sobre todo en sistemas electorales en donde el voto no es obligatorio. Así, en países como Estados Unidos, donde, por ejemplo, la participación electoral del 2016 fue del 55%, una de las más bajas de su historia reciente, incentivar que los electores asistan a votar es fundamental para marcar una diferencia en el caudal de votos respecto a los rivales. En otros casos, la efectividad de una campaña épica es juzgada por su capacidad para polarizar la demanda electoral. En otras palabras, si se tiene la capacidad para instalar que en las elecciones se decide el futuro de una nación, de nuestras vidas y de lo que queremos para ellas, es menester elegir entre los dos polos en pugna.
En 1983, Raúl Alfonsín se consagró presidente por lograr encarnar en su figura la épica democrática que palpitaba transversalmente en la sociedad; Carlos Menem, en 1989, se mostró como un héroe del interior, un caudillo capaz de poner fin a la profunda crisis económica que había sepultado al Gobierno radical; Fernando de la Rúa, en 1999, logró transmitir la necesidad de recuperar la ética y otros valores republicanos frente a la "fiesta menemista"; y Mauricio Macri, en 2015, generó un clima de cambio en el que por primera vez en la historia moderna del país podía llegar a gobernar un presidente que no fuese ni peronista ni radical.
Así, con todas las campañas se podrían enumerar los elementos que transmitieron una épica electoral que les permitió ganar. Las campañas ganadoras logran que la sociedad identifique un problema trascendental —peligro inminente, una oportunidad histórica, etcétera— para el cual es necesario un candidato-héroe que lo encarne.
Sin embargo, sea cual sea el sistema electoral, lo que caracterizó los últimos 40 años de las campañas electorales en el mundo occidental es que los electores se ven menos entusiasmados por la política y los procesos electorales. Desencanto, apatía, descreímiento e incluso indignación hacia la política y los políticos que, sin dudas, tiene un estrecho vínculo con la pobre performance de los gobiernos, y la consecuente acumulación de expectativas frustradas.
Basta recorrer las últimas elecciones presidenciales del país para dar cuenta de cómo se redujo la participación electoral de la mano de una crisis representativa que parece ya ser un dato más de la realidad: en la contienda de 1973 el 86% del padrón electoral concurrió a las urnas. Algo similar ocurrió en 1989 (85,3%). Sin embargo, a partir de 1995 ninguna elección presidencial en el país logro superar el 82,3% de participación. De hecho, en las últimas elecciones presidenciales, las del 2015, solo el 81% del padrón concurrió a sufragar, lo que marca una disminución de la participación entre 1973 y 2015 del 5,6 por ciento.
2019: ¿qué identidad política logrará sobrevivir?
El desencanto con la política estará presente, como lo estuvo en los últimos años, en esta campaña electoral. Sin embargo, ello no implica descartar que la épica de la campaña inunde progresivamente la agenda de la contienda, más aun si se tiene en cuenta que allí se dirimirá la supervivencia que tanto el macrismo como el kirchnerismo intentarán conseguir.
En esta oportunidad, quien logre conquistar el electorado, sobre todo movilizando emotivamente a los votantes, podrá prolongar su existencia política. Pero el que pierda estará arriesgando más que una simple elección.
No son pocos los que perciben que esta elección concluye sepultando a un proyecto político, a un grupo de dirigentes y a una identidad electoral. Así lo muestra un reciente estudio de 1237 casos en el cual los argentinos opinaron sobre qué creen que ocurrirá en el futuro vital de la fuerza política que resulte derrotada en la actual contienda. Los resultados de este estudio realizado por la consultora Taquión muestran que los argentinos señalan entre las primeras cinco menciones sobre qué se decide este año que se trata de la "muerte" del macrismo o del kirchnerismo. Es más, ambos espacios obtuvieron la misma consideración sobre su defunción política: la muerte del kirchnerismo al igual que del macrismo obtiene, cada uno, 11% de las menciones.
La crisis de representatividad que estalló hacia finales del siglo XX y que tuvo su punto más alto con la profunda crisis de 2001 siglo marcó el inicio de dos identidades políticas nuevas. Podría decirse que de alguna manera tanto el kirchnerismo como el macrismo surgieron del "que se vayan todos" del 2001, y lograron perdurar por casi dos décadas en la política nacional.
Sin embargo, la contienda que transitamos marcará no solo quién de los dos obtendrá el visto bueno de los electores para ocupar su lugar en Balcarce 50 por cuatro años, sino que, en mayor o menor grado, marcará el final de un ciclo político para el perdedor.